Casos

Caso de estudio: La niña de la venta (Ramón Torrado, 1951)

En dos escenas rodadas en exteriores destaca el trabajo de Manuel Berenguer. En la primera, para mal. Se trata del desembarco de un alijo en la playa. La oscuridad debería sugerirse mediante una noche americana, pero lo cierto es que la secuencia, rodada a pleno sol, no tiene siquiera el encanto de la postal. La segunda es casi una secuencia obligatoria en cualquier película rodada mediante este procedimiento: el ocaso en la playa. En esta ocasión, sirve de excusa la visita que hacen Carlos / Juan Luis, Reyes y su padrino a una tribu gitana que ha acampado allí cerca. Como en Debla la transición del exterior natural al decorado del campamento tiene lugar durante la hora bruja. 


Pero el momento culminante desde el punto de vista fotográfico, en lo que a empaste entre asunto, iluminación y sustancia mítica se refiere, es la escena de Catite en la celda de la prisión. El principio del tercer acto es una doble secuencia autónoma en la que cada uno de los protagonistas interpreta una canción. El bloque abre de negro con un plano de luna cercada por unas nubes ominosas. Mientras la guitarra desgrana la introducción musical el plano encadena con uno de Catite sentado en el catre que empieza a cantar “Por la vereda del monte Calvario”, de Quintero, León y Quiroga.


“Por la verea del monte Calvario, / por la fatiga de Nuestro Señor, / llevando a cuestas la cruz de un calvario, / voy caminando, con mi dolor. / Lunita de plata, quítame esta pena, / que me atormenta y me mata, / como la angustia de una condena. / Santo Dios del Cielo, / ¿qué va ser de mí? / Dame tu consuelo, / que quiero vivir. / Vivir para suerte / de esta mujer buena, / que será, si me llega la muerte, / mi tormento, mi cruz y mi condena”.

Cada una de las estrofas punteará una acción, acompasando el montaje y coreografiando los movimientos de los actores. Catite se pone en pie y una panorámica le acompaña para reencuadrarlo ante la reja, que proyecta su sombra sobre la pared. Catite se detiene a la luz azulada de la luna justo en el momento en que canta: “lunita de plata, quítame esta pena”. Aún sin cortar, la cámara avanza hasta un primer plano en el que Catite mira por la ventana con la sombra de la reja como fondo. Éste ha devenido, merced al reencuadre, una trama de sombra y color de carácter puramente simbólico. Catite termina la estrofa y alza la vista.


Esta mirada sirve de comunicación con Reyes que aparece en un nuevo plano exento, con el rostro encuadrado por una mantilla de flores y un fondo igualmente abstracto. La canción es como una oscura llamada y Reyes da un paso adelante como sonámbula, con gesto anhelante. Sale del encuadre y una nueva posición de cámara muestra a Catite ahora desde el exterior. La reja en primer término y un muro abovedado que otorga volumen al fondo dejan convenientemente fuera de foco todo lo que no sea el cantaor y su pena negra. El fin de la estrofa… “mi cruz y mi condena” sirve una vez más para iniciar un movimiento de retroceso que coincide con la irrupción de Reyes en el encuadre. Lo atraviesa para colocarse a izquierda. Están juntos pero separados por la reja. Sólo al final, cuando Catite le explique que Juan Luis no es culpable de lo que le ocurre, ella introduce la mano en la reja. Él la besa brevemente, pero ella se la hurta y sale por el camino que trajo.


Al quedarse solo, Catite baja la cabeza y se tapa los ojos con gesto abatido. Hay entonces un extraño encadenado a un manantial del que brota un chorro de agua. Sobre la imagen de un modestísimo arroyo reconstruido en estudio que cumple con su cometido simbólico –el agua que corre como alegoría de la libertad- suena de nuevo la música. Este encadenado es un gozne sobre el que se dobla la escena desdoblada. Del interior al exterior, de la celda al camino, de la reja que aísla al agua que corre, de la guitarra del cante jondo de Catite al flamenco orquestal que va a acompañar la canción de Reyes:

“Por el cauce de mis venas, / desde el alma hasta el sentío, / aumentando van mis penas / como el agua por el río”.

El curso de la corriente y una panorámica vertical descubren a Reyes sentada a la vera del camino, apoyada en una roca. Se ha quitado la mantilla y la composición del encuadre, con la falda roja desplegada en primer término y sendas líneas oblicuas perfilando a la estrella, se ciñe a la triangulación canónica. Ni la guardia civil ni la tribu de Palosanto ni Juan Luis –todos mencionados en la secuencia de la reja- tienen cabida aquí. Tampoco Reyes “hace” nada: es la única vez en la que en un número musical en que interviene ella, no baila. Literalmente: no actúa, interpreta.


Y Berenguer refuerza el momento dedicándole el único primerísimo plano con que cuenta la película. Lola Flores es, indiscutiblemente, la estrella. La estrella a la americana, con su flou para suavizar sus rasgos, toda ella mirada abrasadora, labios carmesí y unos zarcillos circulares de un azul pálido que destacan contra el pelo azabache. Una vez más la canción debe concentrar el sentido de la escena. El amor traicionado que desgrana la letra –“castillitos que en el viento / por ti mi fe levantó / y tu falso juramento / pa’ siempre los derrumbó”- culmina con una mirada directa al objetivo, o sea, al espectador. El reproche parece ir dirigido a nosotros directamente en una curiosa simbiosis de mecanismo cinematográfico y musical teatral.


Como en la escena anterior, la canción materializa el objeto de deseo. Juan Luis –pantalón gris, camisa blanca, aparece entre la vegetación. Por mor de las limitaciones del Cinefotocolor y las peculiaridades de la iluminación, el boscaje nocturno carece de dominante verde, pero también del azul contrastado de una “noche americana”, en discordancia cromática cuando regresamos al plano largo de Reyes, a la vera del camino, con el bermellón de su falda y el azulón de su corpiño. Un pequeño claro en la vegetación deja ver un trozo de forillo que hemos de suponer cielo nocturno. La mirada de Reyes se pierde en ese punto por el que, en breve, aparecerá Juan Luis. La cámara retrocede para incluirlo de pie, junto a ella, en el encuadre y vuelve a avanzar en el momento en que se sienta.


En esta única toma, guardando las debidas distancias, él le pide matrimonio, ella acepta a condición de que saque a su padrino de la cárcel y él le entrega el papel en el que se le otorga la libertad. Con la salida de cuadro de ambos funde a negro. Fin del paréntesis.


Las dos escenas se han construido sobre idéntico esquema: un tema musical sirve de metáfora a los sentimientos profundos de los dos personajes cuyos deseos resultan incompatibles y sirven para invocar al ser amado. Pero mientras Catite aparta la vista y se tapa los ojos en un gesto patente de impotencia Reyes desafía directamente con su mirada al objetivo y al espectador.


Caso de estudio: Debla, la virgen gitana (Ramón Torrado, 1951)

Como la referencia a las leyendas recopiladas por Washington Irving resulta inevitable, no sólo cuenta Carmelilla la historia de una princesa a punto de ser decapitada sino que, por la noche, cae en la ensoñación de una fantasía de las mil y una noches que prefigura el imaginario de Muchachas de Bagdad / Babes in Bagdad.


Torrado nos introduce en él mediante el clásico acercamiento a la protagonista y el no menos clásico encadenado neblinoso. La neblina, en este caso, es un humo anaranjado en el salón del Sultán: la visita a la Alhambra aún deja sentir su influjo. La música coadyuva al efecto al incluir una flauta que ejecuta motivos orientales o moriscos como instrumento solista. Carmelilla ya no duerme en su humilde catre sino en un suntuoso lecho en el que la despierta una criada. La gitana se sueña liberada por los cristianos cuando en realidad son los verdugos de Boabdil quienes vienen a buscarla.

 

Castro de Paz y Pena subrayan el carácter paródico del sueño de la protagonista y, efectivamente algo de parodia hay en el discurso de la virgen gitana cuando afirma con rotundidad que jamás será “la esposa del rey moro. Prefiero mil veces antes la muerte. Mi corazón es de un bravo capitán que lucha por la cruz y que ha jurado venir a salvarme”. Aunque el objeto de la parodia sería más el cine de Cifesa y las arengas de las heroínas interpretadas por Aurora Bautista antes que de las fantasías orientales de Maria Montez.


Es en el instante en que el capitán entra a caballo en la Alhambra provocando la estampida de la morisma cuando Torrado carga las tintas imponiendo a sus actores un recitado grandilocuente voluntariosamente cómico que, le parece a uno, juega a la contra. En esta ocasión la responsabilidad es toda suya –y acaso de Alfredo Mayo, incómodo con el yelmo- porque en el guión técnico la escena está redactada con toda seriedad. La irrupción del capitán con su espada –que es al tiempo arma y cruz- causa pavor entre sus enemigos. Boabdil echa mano de su cimitarra pero no la encuentra; no en vano, le dirá su madre que llore como mujer por lo que no ha sabido defender como hombre (emasculado). Y, sin embargo, el destino de Debla es permanecer virgen, porque cuando se dispone a besar a Eduardo, que no otro es el valeroso capitán cristiano, cae la celada y se tiene que conformar con besar apasionadamente… el frío metal del yelmo.



Caso de estudio: Duende y misterio del flamenco (Edgar Neville, 1952)

También se ambienta en Granada la “media granadina” cantada por Aurelio Sellés “Aurelio de Cádiz”. Pero el tratamiento es muy distinto. Tocan las campanas y la gente corre mientras el cantaor templa la voz con un “Tiririri au”. El cante es de una trágica sencillez que casa bien con este recorrido por las empinadas cuestas del Sacromonte: “Que te quede por entendío, / que te tiene que costar la muerte / y el haberme conocío”. 

 
 

Niños en cueros, como hacen en verano “sus abuelos, los indonesios”, nos avisa Fernando Rey. Gentes reunidas en torno a un ataúd sobre el que reposa una guitarra con el mástil roto. Una mujer de luto, contra la tapia de ladrillos… 
 

Eduardo Rodríguez Merchán y Virginia García de Lucas han querido ver en este fragmento un homenaje a Lorca, el amigo muerto en el bando contrario en los primeros compases de la Guerra Civil . El montaje parece apoyar esta interpretación, cuando la siguiente estampa sigue a un caballista cruzando el Guadalquivir y Fernando Rey recita el verso: “Córdoba, lejana y sola”, mientras la guitarra desgrana la amargura de la petenera.


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